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LA TIERRA PROMETIDA (A propósito de los 160 años de la Constitución de 1863)

CENTRALISMO VS FEDERALISMO

En los albores de la República se hizo manifiesta la polarización política en torno a la arquitectura del Estado. Mientras el Libertador Simón Bolívar defendió a capa y espada una estructura centralista,

Francisco de Paula Santander tomó partido por el federalismo. No había término medio, así se gestaron dos corrientes ideológicas irreconciliables, los unos defendiendo el centralismo y los otros, en la orilla opuesta, defendiendo el federalismo. Entre estos últimos se destacó una de las figuras cimeras más descollantes de la afrocolombianidad, amigo y correligionario de Santander, Caribe él y que ocupó la Presidencia de la República, Juan José Nieto.

En una carta dirigida por Nieto a Santander se declara “federalista por opinión informada y no por caprichos del corazón” y añadió, que él aspiraba y esperaba que se estableciera “una forma de gobierno que le abra espacios y posibilidades eficaces al desarrollo de nuestra provincia”. Tres de las constituciones que rigieron en Colombia en el siglo XIX fueron de corte federalista, la de 1853, la de 1858 y la de 1863, más conocida como la Constitución de Rionegro, la que más perduró.

El Siglo XIX fue escenario de dos grandes tensiones, que provocaron una lucha feral entre dos fuerzas políticas contendientes: en política económica el proteccionismo vs el librecambismo y en cuanto a la gobernanza del país, el centralismo vs el federalismo. La década 1821 – 1831 llevó la impronta del centralismo bolivariano, la cual fue seguida por el regionalismo neogranadino entre los años 1832 – 1842, cuando tuvo lugar la guerra de los Supremos, para dar paso al más acendrado centralismo que se extiende hasta el año 1852. Huelga decir que el conservadurismo propendió y abogó por el proteccionismo y el centralismo hirsuto, mientras que el Radicalismo liberal asumió la causa de librecambismo.

Como lo afirma el ex ministro José Antonio Ocampo, “en los primeros años de la República el federalismo expresó una realidad económica y política, la desmembración del territorio y el centralismo otra, la necesidad de la lucha militar contra el imperio. Por consiguiente, era natural que una vez terminada la guerra el sentimiento federal se manifestara de nuevo con fuerza[1]. El centralismo, entonces, respondió al imperativo de unir fuerzas para enfrentar con éxito los reductos de las huestes del imperio español, empeñado como estaba en la reconquista. Entre tanto, el federalismo, traducido en la constitución de 9 estados soberanos, se propuso superar el localismo propio de la denominada Patria boba y las guerras intestinas que habían propiciado, pero sin caer en la trampa de pretender “crear artificialmente una Nación que no existía”[2]. Esta fue una especie de solución de compromiso que optó por el justo medio.

En 1853 se establece la Confederación granadina, que sirvió de piedra angular del régimen federalque se constituiría posteriormente, el 8 de mayo de 1863, cuando se promulgó la nueva Constitución, aprobada el 3 de febrero del mismo año, de los Estados Unidos de Colombia por parte de la Convención de Rionegro, convocada y liderada por Tomás Cipriano de Mosquera.

Ya para entonces el Radicalismo liberal, bajo la Presidencia de Tomás Cipriano de Mosquera (1845- 1849), secundado por el Presidente José Hilario López (1849 – 1853), le habían desbrozado el camino al desmontar las caducas estructuras de la economía colonial, liderando la causa del librecambismo, aupado por Florentino González, Secretario de Hacienda y Manuel Murillo Toro y defendido ardorosamente por el ideólogo Salvador Camacho Roldán, bajo la presidencia de Tomás Cipriano de Mosquera, primero y de Manuel Murillo Toro después.

Como afirma el destacado economista del siglo XIX Aníbal Galindo, se trataba de “sacar al país del marasmo del centralismo y remover toda su actividad con el estímulo del gobierno propio”. En este sentido, la reforma aduanera de 1847 se constituyó en un verdadero hito de la apertura económica y comercial.

Es de destacar que, como lo acota el ex ministro Ocampo, “en términos fiscales el federalismo fue un éxito rotundo…Sobre el robustecimiento de las finanzas de los estados soberanos vale la pena anotar que no se hizo a costa de las rentas nacionales. Por el contrario, las rentas nacionales también se incrementaron gracias a un crecimiento extraordinario de los recaudos aduaneros”[3]. La disciplina fiscal fue la nota predominante durante el período en que estuvo vigente el régimen federal, en el curso del cual las regiones alcanzaron a tener un gran empoderamiento.

DEL FEDERALISMO AL REGENERACIONISMO

Rafael Núñez, quien a mediados del siglo XIX había abrazado entusiasta la causa del Radicalismo liberal, militando en la Sociedad democrática y desempeñándose como Secretario de Nieto en la Gobernación de Bolívar, se declaró partidario del federalismo, que él no dudó en considerar como “la tierra prometida”, pues “la historia administrativa de la nueva granada, casi desde su fundación, es la historia del desarrollo de los fueros seccionales, a despecho de la más obstinada resistencia del poder nivelador, o sea del centralismo” (1855).

Posteriormente, Rafael Núñez da un viraje de 180 grados, imbuido de las ideas del positivismo spenceriano en boga en Europa, en donde conoció y disfrutó los alamares de la diplomacia. A su regreso al país se aparta de las tesis del Radicalismo liberal, en momentos en los que se libraba la guerra civil de 1876 – 1878, declarándose liberal independiente y con su lema “regeneración administrativa fundamental o catástrofe”, planteó que la regeneración “es la política del orden y la libertad, fundada en la justicia”. Así nació el regeneracionismo que fusionó ideológicamente el conservadurismo representado por Miguel Antonio Caro con el independentismo de Núñez.

En 1880 el Radicalismo liberal muerde el polvo de la derrota a manos del regeneracionismo que elige a Rafael Núñez como Presidente de la República (1880 – 1882) y luego volvería a ejercer la presidencia por segunda vez entre 1884 y 1886, período este que estuvo atravesado por el fragor de la guerra civil de 1885, en la cual salió derrotado el Radicalismo liberal en la tristemente célebre batalla de la Humareda, que concluyó con más muertos que victoria el 17 de junio de 1885.

Allanado el camino para su “regeneración administrativa” y su “política del orden y la libertad” Núñez se dispuso y propuso implantar un régimen autoritario, retardatario y confesional, arremetiendo contra el federalismo.  Entonó, entonces, la palinodia y pasó de ser el defensor acérrimo del federalismo a ser su mayor detractor y en una de sus diatribas contra el mismo se mostró contrariado porque “el gobierno general (central) no es, por tanto, sino simple delegatario revestido de especiales atribuciones administrativas por voluntad de los estados (soberanos). Las funciones de la autoridad nacional son limitadas, mientras que las funciones de los estados (soberanos) abrazan generalmente todo lo que puede ser materia principal de administración”.

Triunfal y triunfalista, en un discurso caracterizado por su sectarismo y beligerancia, investido como estaba como Presidente de la República, desde el balcón del Palacio presidencial, el 10 de septiembre de 1885, espetó en tono airado: “La Constitución de Rionegro ha dejado de existir, sus páginas manchadas han sido quemadas entre las llamas de la Humareda”. En efecto, la Constitución centenaria de 1886 vino a ocupar su lugar, la cual junto con la de 1863 y la de 1991 han sido las únicas tres cuya vigencia ha superado los veinte años.

Luego convocó una Asamblea Nacional Constituyente amañada y excluyente, para expedir una nueva Constitución política al alimón con el líder conservador Miguel Antonio Caro, dándole entierro de tercera a la Constitución de Rionegro. En la Constitución de 1886, al tiempo que se hizo tabla rasa de la anterior se entronizó la fórmula dicotómica de la “centralización política y la descentralización administrativa”. Pero, en la práctica, siempre tuvo más de centralización política que de descentralización administrativa.

Los estados soberanos de enantes fueron suprimidos, no sin antes despojarlos de lo que les pertenecía, expropiándolos sin fórmula de juicio de cuanto poseían.
Así quedó consagrado en el artículo 202 de la Carta: los bienes que pertenecían a los estados soberanos, ahora “pertenecen a la República de Colombia. Los bienes, rentas, valores, derechos y acciones que pertenecían a la Unión colombiana (léase estados soberanos) el 15 de abril de 1886, los baldíos, minas y salinas que pertenecían a los estados (soberanos), cuyo dominio recobra la Nación”. Este fue un duro y artero golpe asestado contra las regiones de Colombia.

 

UNA DIGRESIÓN

Hago una digresión para traer a colación un pasaje de la historia de Colombia poco conocido, me refiero a la persecución a sus contradictores y la mordaza a la prensa que impuso Núñez con su Ley 61 de 1888, más conocida como la Ley de los caballos, a la que se enfrentó con arrojo y altivez uno de los exponentes más caracterizados del Radicalismo liberal, el Guajiro Luis Antonio Robles. Así se expresó Robles, entonces representante por el Estado soberano del Magdalena, en el recinto del Congreso de la República: “hay algo, señores, peor que los tiranos y es la tiranía como institución. El orden no es bueno, sino en cuanto es la garantía, la seguridad de los derechos de los ciudadanos…como hay paz que enaltece y que es signo de progreso, hay paz ignominiosa…el orden bueno consiste en la armonía de los intereses, en el respeto mutuo. Ese es el orden que nosotros deseamos”[4].

Tuvimos que esperar más de 100 años para que la Constituyente de 1991 la cambiara de cuajo. En la nueva Constitución Política, además de reconocer que Colombia es un país de regiones, se consagró el principio de la autonomía territorial, que va más allá de la descentralización. Al distinguir la una de la otra, el ex presidente del Consejo de Estado Javier Henao Hidrón define “la descentralización como la capacidad de gestión administrativa” y “la autonomía como la capacidad de decisión política” por parte de las entidades territoriales.

Dejó planteada, además, la posibilidad de que las regiones se puedan constituir como regiones administrativas y de planificación (RAP) y a la larga como entidades territoriales (RET). Así como he afirmado que las RAP constituyen la escala técnica para llegar al destino de la RET, ésta está llamada a ser la escala técnica para llegar a la tierra prometida: Colombia Federal!

EPÍLOGO

Termino este texto, conmemorativo de los 160 años de la Constitución de Rionegro, citando al célebre politólogo y pensador estadounidense Francis Fukuyama, quien afirmó en uno de sus más recientes libros que “otro principio liberal es tomarse en serio el federalismo y transferir el poder a los niveles inferiores del gobierno que sean apropiados. Muchas políticas federales ambiciosas en áreas como la asistencia sanitaria y el medio ambiente fueron introducidas con la esperanza de que se aplicasen de manera uniforme a nivel estatal. Tomarse el federalismo en serio significa transferir a niveles inferiores del gobierno una amplia serie de cuestiones y permitir que esos niveles reflejen las elecciones de los ciudadanos[5].

 

Amylkar Acosta Medina

Amylkar David Acosta Medina1​ ( Monguí, La Guajira 1950) es un economista y político colombiano miembro del Partido Liberal. Se desempeñó como senador de la República2​ y entre 1997 y 1998 fue presidente del Senado. En el gobierno de Juan Manuel Santos fue ministro de Minas y Energía.